Un cuento poco conocido de Manuel Rojas, Canto y Baile vamos a presentarles hoy día.
"CANTO Y BAILE"
Los muebles de aquel salón de baile eran tapizados con brocato color rojo; rojo era también el papel que cubría las paredes y roja la alfombra que, después de orillar de encarnado las patas de las sillas y sillones, terminaba súbitamente ante el piano. En las ropas de las mujeres de aquel salón de baile predominaba igualmente el color rojo. Los espejos, cuatro grandes, colocados uno encima del piano, otro al fondo, en la pared contraria a la que ocupaba el primero, y dos frente a frente en las paredes restantes, recogían y multiplicaban aquel tono como una sinfonía en rojo, tal vez si conscientemente organizada por la dueña de casa, que no ignoraría, ya que eso formaba parte de su conocimiento del negocio, que el color rojo influye en los nervios, excitando a los apacible y enloqueciendo a los irritables.
El piano, negro, alto, profundo, destacándose entre el rojo, semejaba un catafalco contrariado, constreñido, a pesar de su seriedad, a presenciar aquella orgía ultrarroja. A su lado había una mesilla vacilante con cubierta de lata, donde las mujeres acostumbraban a tamborilear con la palma de las manos para evitar el baile. Parecía una desordenada y pequeña murga al lado del piano.
El salón tenía forma rectangular; dos puertas se le abrían en un mismo muro. Los muebles de aquel salón de baile eran viejos; pero firmes, como hechos para soportar la caída de cuerpos vacilantes y cansados; únicamente su brocato rojo claudicaba ya, deshilachado y un poco desvaído, y los muelles, molestos por la presión de tantos años, se erguían amenazadores e hirsutos bajo la tela lustrosa. La alfombra, gastada por los millares de pies que habían bailado y zapateado sobre ella, mostraba algunos flecos rojizos.
Cuatro mesitas de color negro, que hacían, con su color, menos sensible la soledad obscura del piano, extendían sus cubiertas opacas en los espacios que quedaban libres entre los muebles.
De día el salón permanecía desierto y los grandes espejos, vacíos de imágenes móviles, se miraban entre sí, con ojos claros veteados de rojo, como personas que no tuvieran nada que hacer. El salón y sus muebles, el piano y las mesitas se multiplicaban en ellos a sus anchas.
Pero de noche... De noche las lunas claras se llenaban de imágenes, negras o blancas, que se movían dentro de ellas y a través de ellas como grandes peces en un estanque con algas rojas y negras, y a veces eran tantas las imágenes, que los cuatro espejos no bastaban para reflejarlas y retenerlas a todas.
Se llegaba al salón después de atravesar un estrecho y obscuro patio, en cuyo centro varios bambúes estiraban sus delgadas cañas verdes. A ambos lados del patio se abrían las puertas de los cuartos de las mujeres, cuartos que no estaban amoblados sino por una cama, un velador, una silla y un bacín de fierro enlozado.
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